En algún momento nos hemos resignado a contemplar el lenguaje como una herramienta, casi un arma, de explotación, engaño y manipulación. Hemos llegado a creer que la mayor parte de las promesas ocultan una intención deshonesta y que las palabras son, por naturaleza, mentirosas. En nuestro empeño por descalificar el potencial transformador del lenguaje, hemos olvidado que los términos y expresiones que utilizamos diariamente nos representan, que reflejan nuestro mundo interior y nuestro sistema de creencias.
Somos responsables de cada palabra que pronunciamos; es más, al elegir un vocablo u otro, apostamos por una visión del mundo determinada. Cada frase es una toma de posición frente a la realidad. A cada momento decidimos si queremos permanecer anclados en una visión restrictiva y limitadora de las cosas o si, por el contrario, preferimos expandir nuestra mente y posibilidades, huyendo de viejos estereotipos y clichés.
Si cada palabra implica una elección, hablar es un acto que, no solo acarrea responsabilidades, sino que, además, define nuestra calidad humana.
Por ello es razonable deducir que, mediante un uso consciente del lenguaje, las personas podemos evolucionar. Esforzándonos por utilizar palabras más ecuánimes, más justas y más respetuosas en cada situación podemos aspirar a logros insospechados, como, por ejemplo, reducir las disputas con quienes nos rodean. O mejorar nuestra relación con personas poco afines. Por increíble que pueda parecer, en ocasiones, escoger mejor las palabras incluso puede servirnos para reducir el nivel de estrés y respirar mejor.
Y lo mejor de todo es que no resulta tan difícil; basta con dedicar un rato a reflexionar honestamente sobre ciertos temas. Es más, es muy posible que descubras que, en realidad, ya habías empezado a pensar por tu cuenta en cuestiones como las que se plantean a continuación; solo que no sabías que fueran tan importantes.
Las siguientes sugerencias tan solo constituyen una rampa de despegue, un punto de partida. Meditando al respecto y, sobre todo, tratando de llevarlas a la práctica, sin duda conseguiremos mejoras graduales en nuestra vida y relación con los demás.
1. Esfuérzate por evitar insultos, tacos y palabras malsonantes. Sea cual sea la información o idea que pretendamos transmitir en cada momento, la riqueza de la lengua es abrumadora. Recurrir al taco es totalmente innecesario cuando tenemos a nuestra disposición infinidad de posibilidades para expresarnos. Cuando eliges una palabra malsonante para comunicarte, no solo tomas la decisión de renunciar a la posibilidad de compartir tus ideas con elegancia; además, estás permitiendo que tu discurso se embrutezca. Por si fuera poco, seguramente también estás faltando al respeto a alguien. Aunque el aludido no sea consciente de ello.
¿Alguien se ha parado a pensar por qué sucede eso, por qué la gente permite que las expresiones rudas y groseras ganen terreno día a día? En mi opinión, el abuso de los tacos deriva de aspectos biográficos y emocionales de cada hablante. Es evidente que recurren más al exabrupto aquellas personas acostumbradas a relacionarse desde su infancia con personas que utilizan este tipo de expresiones, cuyo abuso correlaciona, por otro lado, con un determinado estado emocional. Por sí misma, la expresión malsonante cumple una función: nos ayuda a desahogarnos. Es lógico que, en momentos de tensión, ansiedad o estrés, las personas se sirvan de estas palabras para expresar emociones intensas y desagradables. Sin embargo, cuando alguien abusa de estas expresiones, inconscientemente está otorgando poder a emociones negativas como la ira, el rencor o la rabia, para que gobiernen su vida.
Cuando oigo al azar por la calle una conversación plagada de insultos y exabruptos, experimento momentáneamente la sensación de ser golpeada. Y el primer pensamiento que se me viene a la cabeza en esos casos es: “yo no suelo decir palabrotas; desde luego, no me gusta oírlas y haría cualquier cosa por estar fuera del alcance de esta conversación tan desagradable”.
¿Verdaderamente queremos arrastrar a otros a habitar semejante bucle de negatividad?
2. Ríete con la gente y no de la gente. Se nos bombardea con la idea de que el sentido del humor es bueno y de que reírse es la mejor medicina. Y todo eso es cierto, aunque con una matización obvia, aunque imprescindible: la risa nunca debe ser a costa de otros.
Bien pensado, tampoco se trata de una obviedad. Todos sabemos que no está bien reírse de los demás. Sin embargo, ¿cuántas veces hemos salpicado una conversación con una observación supuestamente cómica acerca de alguien, con el propósito de incitar a nuestros oyentes a una carcajada malintencionada? Más aún, ¿en cuántas ocasiones hemos reído o sonreído ante una alusión que no hemos pronunciado nosotros, pero en la que hemos reconocido una intención burlona? Por no hablar de la vieja táctica de invalidar las opiniones ajenas sometiéndolas al escarnio de la carcajada colectiva.
El sentido del humor es sano solo si la broma se funda en el ingenio, la alegría y el respeto. Si no, se convierte en un fuego artificial odioso que acaba estallando en la cara de alguien.
Una broma sana puede ser repetida ante la persona a la que alude sin que esta persona se sienta atacada. En cambio, esas supuestas ocurrencias graciosas que se manifiestan a espaldas del aludido son como bombones envenenados: una capa de dulzura que oculta una sustancia letal. Y si os parece exagerado aplicar a esta imagen el adjetivo “letal”, tratad de recordar lo que se siente si alguna vez habéis sido objeto de alguna broma de siniestras intenciones. Me refiero a bromas socialmente aceptadas, como repetirle al calvo que es calvo o al gordo que es gordo, para propiciar un coro de carcajadas malévolas a costa de alguien. ¿Cuándo vamos a darnos cuenta de que ese tipo de situaciones son un cobarde ejercicio colectivo de crueldad verbal? ¿Hasta cuándo seguiremos sin reconocer el poder de esas chanzas para destruir la autoestima de una persona?
A veces quienes infligen tales bromas llegan a justificar su proceder. “Pero a él o a ella no le importa; de hecho, hasta se ríe”, alegan a veces, sin darse cuenta de que hasta su conato de argumentación rezuma insensibilidad. ¿Él se ríe, ella se ríe de los cobardes chistecitos que haces a su costa, y tú insistes en interpretar ese hecho como una demostración de su indiferencia? ¿Cómo puedes conocer con tal precisión los sentimientos de la persona de la que tan cruelmente te has burlado? ¿Qué sabes tú de la fragilidad de esa persona, de los sentimientos de tristeza y humillación que le obligas a experimentar? ¿Eres consciente de que esas bromitas reiterada día a día te coronan como líder del grupo merced a la complicidad de los otros y/o al miedo que empiezas a despertar entre los demás? ¿Desde cuándo la gente puede erigirse en tirano dominador de las vidas y emociones ajenas hasta ese punto?
3. Respeta el turno de palabra. Toda conversación se parece a una partitura: está compuesta por muchas partes, condicionada por un ritmo y refleja una pluralidad de integrantes en una estructura mayor que los abarca y refleja a todos.
Sin embargo, existe una regla no escrita que rige cualquier conversación, y es la siguiente: para que todos los participantes se sientan a gusto y se expresen libremente, todos deben acogerse al imperativo dual del habla y la escucha. Cada hablante debe encontrar el momento adecuado para intervenir, sin dejar de respetar a los demás. Se trata de una alternancia difícil, una especie de malabarismo verbal en el que todos mejoramos con la práctica, siempre que medie la voluntad.
Las conversaciones no son armaduras rígidas y a veces se producen anomalías u olvidos de la norma que se solventan mejor o peor, en función de la flexibilidad de los participantes en la conversación. Sin embargo, si hay una persona que se obstina en hacer caso omiso a la alternancia de turnos, alargando innecesariamente su discurso o monopolizando el turno de palabra, lo que debería ser un intercambio de experiencias, conocimientos o pareceres, empieza a semejarse a un monólogo impuesto. Peor aún: puede deslizarse hacia las escurridizas pendientes de la monserga.
La situación puede corregirse en caso de que el aludido comprenda que está acaparando el tiempo común y opte por el silencio (más vale tarde que nunca). No obstante, desde ese punto, las cosas también pueden empeorar si el contertulio reniega de su oportunidad de enderezar el timón. Puede ser que esa persona haya adquirido hábitos poco recomendables, como el de terminar las frases de los otros sin que nadie se lo pida o (peor aún) el de interrumpir a los demás.
Así es como uno empieza a acostumbrarse a avasallar a sus interlocutores. Y es que, para expresar nuestras ideas, todos necesitamos tomarnos nuestro tiempo, sin tener delante a una persona que trata de arrollarnos con un ritmo de habla más rápido, o una reacción más demoledora. Cuando alguien se obstina en no respetar los turnos de palabra, consciente o inconscientemente está intimidando al resto. Esta posesión robotizada del turno de palabra de la palabra atenta, de hecho, contra el bienestar del grupo y destruye la capacidad de concentración y reflexión de los demás.
Si alguna vez te descubres interrumpiendo con demasiada frecuencia, detente un instante y trata de recordar que cada una de tus ideas es una semilla. Como tal, requiere un periodo de incubación, desarrollo y gestación. Por supuesto, ello implica que las ideas de los demás también son semillas; igualmente necesitan tiempo, mimo y cuidados para desarrollarse.
Por tanto, en las conversaciones, enorgullécete de dar a cada cual un tiempo para respirar y expresarse.
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